San Bernardo de Claraval fue el principal valedor de la Orden del Temple, gracias a su "Loa a la Nueva Milicia", dió a conocer a los Templarios en toda Europa y los consolidó como la mejor orden militar de la época. Cabe destacar que a diferencia de lo que se dice hoy en dia desde sectores masónicos y anti cristianos que intentan manipular a su antojo el legado de la Orden para atribuirse sus méritos, los Templarios fueron profúndamente católicos de principio a fin, nada más debemos fijarnos en su lema para corroborar su catolicidad, "NON NOBIS DOMINE, NON NOBIS, SED NOMINI TUO DA GLORIAM", palabras que jamás pronunciaría un masón o un anti cristiano, puesto que éstos solo quieren su propia gloria, no la de Dios.
PRÓLOGO
A Hugo, caballero de Cristo y maestre de su milicia, Bernardo de Claraval, abad sólo de nombre: lucha en noble combate.
Una, y dos, y hasta
tres veces, si mal no recuerdo, me has pedido, Hugo amadísimo, que
escriba para ti y para tus compañeros un sermón exhortatorio. Como no
puedo enristrar mi lanza contra la soberbia del enemigo, deseas que al
menos haga blandir mi pluma, e insistes en que os ayudaría no poco,
levantando vuestros ánimos, ya que no me es posible hacerlo con las
armas.
Hasta ahora lo he diferido,
no por menospreciar tu petición, sino para no ser tildado de
precipitación y ligereza, por dejarme llevar de mis primeros impulsos.
Pensaba también que otro más capaz que yo podría hacerlo mejor y que no
debía entremeterme en un asunto de tanto interés y tan vital, para que
al final saliera algo mucho menos provechoso. Pero después de esperar
en vano tanto tiempo, me decido a escribir lo que yo pueda. Si no,
terminarías creyendo que ya no se trataba de incapacidad mía, sino de
mala voluntad. Ahora el lector dirá si le he dejado satisfecho. Hice
cuanto pude para colmar tus deseos; no será culpa mía si alguien lo
tiene que rechazar totalmente o no encuentra lo que esperaba.
I. SERMÓN EXHORTATORIO A LOS CABALLEROS TEMPLARIOS
1. Corrió
por todo el mundo la noticia de que no ha mucho nació una nueva milicia
precisamente en la misma tierra que un día visitó el Sol que nace de lo
alto, haciéndose visible en la carne. En los mismos lugares donde él
dispersó con brazo robusto a los jefes que dominan en las tinieblas,
aspira esta milicia a exterminar ahora a los hijos de la infidelidad en
sus satélites actuales, para dispersarlos con la violencia de su arrojo y
liberar también a su pueblo, suscitándonos una fuerza de salvación en
la casa de David su siervo.
Es nueva está milicia porque
jamás se conoció otra igual, porque lucha sin descanso combatiendo a la
vez en un doble frente: contra los hombres de carne y hueso, y contra
las fuerzas espirituales del mal. Enfrentarse sólo con las armas a un
enemigo poderoso, a mí no me parece tan original ni admirable. Tampoco
tiene nada extraordinario ‑aunque no deja de ser laudable presentar
batalla al mal y al diablo con la firmeza de la fe; así vemos por todo
el mundo a muchos monjes que lo hacen por este medio. Pero que una misma
persona se ciña la espada, valiente, y sobresalga por la nobleza de su
lucha espiritual, esto sí que es para admirarlo como algo totalmente
insólito.
El soldado que reviste su
cuerpo con la armadura de acero y su espíritu con la coraza de la fe,
ése es el verdadero valiente y puede luchar seguro en todo trance.
Defendiéndose con esta doble armadura, no puede temer ni a los hombres
ni a los demonios. Porque no se espanta ante la muerte el que la desea.
Viva o muera, nada puede intimidarle a quien su vida es Cristo y su
muerte una ganancia. Lucha generosamente y sin la menor zozobra por
Cristo; pero también es verdad que desea morir y estar con Cristo porque
le parece mejor.
Marchad, pues, soldados,
seguros al combate y cargad valientes contra los enemigos de la cruz de
Cristo, ciertos de que ni la vida ni la muerte podrá privarnos del amor
de Dios que está en Cristo Jesús, quien os acompaña en todo momento de
peligro diciéndoos: Si vivimos, vivimos para el Señor, y si. morimos, morimos para el Señor. ¡Con
cuánta gloria vuelven los que han vencido en una batalla! ¡Qué felices
mueren los mártires en el combate! Alégrate, valeroso atleta, si vives y
vences en el Señor; pero salta de gozo y de gloria si mueres y te unes
íntimamente con el Señor. Porque tu vida será fecunda y gloriosa tu
victoria; pero una muerte santa es mucho más apetecible que todo eso.
Si son dichosos los que mueren en el Señor, ¿no lo serán mucho más los que mueren por el Señor?
2. Siempre
tiene su valor delante del Señor la muerte de sus santos, tanto si
mueren en el lecho como en el campo de batalla. Pero morir en la guerra
vale mucho más, porque también es mayor la gloria que implica. ¡Qué
seguro se vive con una conciencia tranquila! Sí; ¡qué serenidad se tiene
cuando se espera la muerte sin miedo e incluso se la desea con amor y
es acogida con devoción! Santa de verdad y de toda garantía es esta
milicia, porque está exenta del doble peligro que amenaza casi siempre a
la condición humana, cuando Ya causa que defiende una milicia no es la
pura defensa de Cristo.
Cuantas veces entras en
combate, tú que militas en las filas de un ejército exclusivamente
secular, deberían espantarte dos cosas: matar al enemigo corporalmente y
matarte a ti mismo espiritualmente, o que él pueda matarte a ti en
cuerpo y alma. Porque la derrota o victoria del cristiano no se mide por
la suerte del combate, sino por los sentimientos del corazón. Si la
causa de tu lucha es buena, no puede ser mala su victoria en la batalla;
pero tampoco puede considerarse como un éxito su resultado final cuando
su motivo no es recto ni justa su intención.
Si tú deseas matar al otro y
él te mata a ti, mueres como si fueras un homicida. Si ganas la batalla,
pero matas a alguien con el deseo de humillarle o de vengarte, seguirás
viviendo, pero quedas como un homicida, y ni muerto ni vivo, ni
vencedor ni vencido, merece la pena ser un homicida. Mezquina victoria
la que, para vencer a otro hombre, te exige que sucumbas antes frente a
una inmoralidad; porque si te ha vencido la soberbia o la ira,
tontamente te ufanas de haber vencido a un hombre. Puede ser que haya
que matar a otro por pura autodefensa, no por el ansia de vengarse ni
por la arrogancia del triunfo. Pero yo diría que ni en ese caso sería
perfecta la victoria, pues entre dos males, es preferible morir
corporalmente y no espiritualmente. No porque maten al cuerpo muere
también el alma: sólo el alma que peca moriirá.
II. LA MILICIA SECULAR
3.
Entonces, ¿cuál puede ser el ideal o la eficacia de una milicia, a la
que yo mejor llamaría malicia, si en ella el que mata no puede menos de
pecar mortalmente y el que muere ha de perecer eternamente? Porque,
usando palabras del Apóstol: El que ara tiene que arar con esperanza, y el que trilla con esperanza de obtener su parte.
Vosotros, soldados, ¿cómo os
habéis equivocado tan espantosamente, qué furia os ha arrebatado para
veros en la necesidad de combatir hasta agotaros y con tanto dispendio,
sin más salarlo que el de la muerte o el del crimen? Cubrís vuestros
caballos con sedas; cuelgan de vuestras corazas telas bellísimas;
pintáis las picas, los escudos y las sillas; recargáis de oro, plata y
pedrerías bridas y espuelas. Y con toda esta pompa os lanzáis a la
muerte con ciego furor y necia insensatez. ¿Son éstos arreos militares o
vanidades de mujer? ¿O crees que por el oro se va a amedrentar la
espada enemiga para respetar a hermosura de las pedrerías y que no
traspasará los tejidos de seda?
Vosotros sabéis muy bien por experiencia
que son tres las cosas que más necesita el soldado en el combate:
agilidad con reflejos y precaución para defenderse; total libertad de
movimientos en su cuerpo para poder desplazarse continuamente; y
decisión para atacar. Pero vosotros mimáis la cabeza como las damas,
dejáis crecer el cabello hasta que os caiga sobre los ojos; os trabáis
vuestros propios pies con largas y amplias camisolas; sepultáis
vuestras blandas y afeminadas manos dentro de manoplas que las cubren
por completo. Y lo que todavía es más grave, porque eso os lleva al
combate con grandes ansiedades de conciencia, es que unas guerras tan
mortíferas se justifican con razones muy engañosas y muy poco serias.
Pues de ordinario lo que suele inducir a la guerra ‑a no ser en vuestro
caso‑ hasta provocar el combate es siempre pasión de iras
incontroladas, el afán de vanagloria o la avaricia de conquistar
territorios ajenos. Y estos motivos no son suficientes para poder matar o
exponerse a la muerte con una conciencia tranquila.
III. LA NUEVA MILICIA
4. Mas los soldados de Cristo combaten
confiados en las batallas del Señor, sin temor alguno a pecar por
ponerse en peligro de muerte y por matar al enemigo. Para ellos, morir o
matar por Cristo ¿o implica criminalidad alguna y reporta una gran
gloria. Además, consiguen dos cosas: muriendo sirven a Cristo, y
matando, Cristo mismo se les entrega como premio. El acepta gustosamente
como una venganza la muerte del enemigo y más gustosamente aún se da
como consuelo al soldado que muere por su causa. Es decir, el soldado de
Cristo mata con seguridad de conciencia y muere con mayor seguridad
aún.Si sucumbe, él sale ganador; y si vence, Cristo. Por algo lleva la espada; es el agente de Dios, el ejecutor de su reprobación contra el delincuente. No peca como homicida, sino ‑diría yo‑ como malicida, el que mata al pecador para defender a los buenos. Es considerado como defensor de los cristianos y vengador de Cristo en los malhechores. Y cuando le matan, sabernos que no ha perecido, sino que ha llegado a su meta. La muerte que él causa es un beneficio para Cristo. Y cuando se la infieren a él, lo es para sí mismo. La muerte del pagano es una gloria para el cristiano, pues por ella es glorificado Cristo. En la muerte del cristiano se despliega la liberalidad del Rey, que le lleva al soldado a recibir su galardón. Por este motivo se alegrará el justo al ver consumada la venganza. Y podrá decir: Hay premio para el Justo, hay un Dios que hace Justicia sobre la tierra. No es que necesariamente debamos matar a los paganos si hay otros medios para detener sus ofensivas y reprimir su violenta opresión sobre los fieles. Pero en las actuales circunstancias es preferible su muerte, para que no pese el cetro de los malvados sobre el lote de los justos, no sea que los justos extiendan su mano a la maldad.
5. Si al cristiano nunca le fuese lícito herir con la espada, ¿cómo pudo el precursor del Salvador aconsejar a los soldados que no exigieran mayor soldada que la establecida y cómo no condenó absolutamente el servicio militar? Si es una profesión para los que Dios destinó a ella, por no estar llamados a otra más perfecta, me pregunto: ¿quiénes podrán ejercerla mejor que nuestros valientes caballeros?
Porque gracias a sus armas tenemos una ciudad fuerte en Sión, baluarte para todos nosotros; y arrojados ya los enemigos de la ley de Dios, puede entrar en ella el pueblo justo que se mantiene fiel. Que se dispersen las naciones belicosas; ojalá sean arrancados todos los que os exasperan, para excluir de la ciudad de Dios a todos los malhechores, que intentan llevarse las incalculables riquezas acumuladas en Jerusalén por el pueblo cristiano, profanando sus santuarios y tomando por heredad suya los territorios de Dios. Hay que desenvainar la espada material y espiritual de los fieles contra los enemigos soliviantados, para derribar todo torreón que se levante contra el conocimiento de Dios, que es la fe cristiana, no sea que digan las naciones: ¿Dónde está su Dios?
6. Una vez expulsados los enemigos, volverá él a su casa y a su parcela. A esto se refería el Evangelio cuando decía: Vuestra casa se os quedará desierta. Y se lamenta con las palabras del profeta: He abandonado mi casa y desechado mi heredad. Pero hará que se cumplan también estas otras profecías: El Señor redimió a su pueblo y lo rescató de una mano más poderosa. Vendrán entre aclamaciones a la altura de Sión y afluirán hacía los bienes del Señor, Alégrate ahora Jerusalén, y fíjate cómo ha llegado el día de tu salvación. Romped a cantar a coro, ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén; el Señor desnuda su santo brazo a la vista de todas las naciones. Doncella de Jerusal, ¿no habías caído y no tenías quien te levantara? Ponte en pie, sacúdete el polvo, Jerusalén cautiva, hija de Sión. Ponte en pie, sube ala altura, mira el consuelo y la alegría que te trae tu Dios. Ya no te llamarán «abandonada», ni a tu tierra «devastada»; porque el Señor te prefiere a ti y tu tierra será habitada. Levanta los ojos en torno y mira: Todos éstos se reúnen para venir a ti. Este es el auxilio que te envía desde el santuario.
Por medio de ellos se te está cumpliendo la antigua promesa: Te haré el orgullo de los siglos, la delicia de todas las edades; mamarás la leche de los pueblos, mamarás al pecho de los reyes. Y más abajo: Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo; en Jerusalén seréis consolados, Ya veis con qué testimonios tan antiguos y tan abundantes se aprueba esta nueva milicia y cómo lo que habíamos oído lo hemos visto en la ciudad de Di os, del Señor de los ejércitos.
Pero es importante, con todo, no darles a estos textos una interpretación literal que vaya contra su sentido espiritual. No sea que dejemos de esperar a que se realice plenamente en la eternidad lo que ahora aplicamos al tiempo presente por tomar al pie de la letra las palabras de los profetas. Pues lo que ya estamos viendo haría evaporarse la fe que tenemos en lo que aún no vemos; la pobre realidad que ya poseemos nos haría desvalorar todo lo demás que esperamos, y la realidad de los bienes presentes nos haría olvidar la de los bienes futuros. Por lo demás, la gloria temporal de la ciudad terrena no destruye la de los bienes celestiales, sino que la robustece, con tal de que no dudemos un momento que es sólo una figura de laotra Jerusalén que está en los cielos, nuestra Madre.
IV. LA VIDA DE LOS CABALLEROS TEMPLARIOS
7. Digamos
ya brevemente algo sobre la vida y costumbres de los caballeros de
Cristo, para que les imiten o al menos se queden confundidos los de la
milicia que no lucha exclusivamente para Dios, sino para el diablo;
cómo viven cuando están en guerra o cuando permanecen en sus
residencias. Así se verá claramente la gran diferencia que hay entre la
milicia de Dios y la del mundo.
Tanto en tiempo de paz como
en tiempo de guerra, observan una gran disciplina y nunca falla la
obediencia, porque, como dice la Escritura, el hijo indisciplinado
perecerá: Pecado de adivinos es la rebeldía, crimen de idolatría es la obstinación; van
y vienen a voluntad del que lo dispone, se visten con lo que les dan y
no buscan comida ni vestido por otros medios. Se abstienen de todo lo
superfluo y sólo se preocupan de lo imprescindible. Viven en común,
llevan un tenor de vida siempre sobrio y alegre, sin mujeres y sin
hijos. Y para aspirar a toda la perfección evangélica, habitan juntos en
un mismo lugar sin poseer nada personal, esforzándose por mantener la
unidad que crea el Espíritu, estrechándola con la paz. Diríase que es
una multitud de personas en la que todos piensan y sienten lo mismo, de
modo que nadie se deja llevar por la voluntad de su propio corazón,
acogiendo lo que les mandan con toda sumisión.
Nunca permanecen ociosos ni
andan merodeando curiosamente. Cuando no van en marchas ‑lo cual es
raro‑, para no comer su pan ociosamente se ocupan en reparar sus armas 0
coser sus ropas, arreglan los utensilios viejos, ordenan sus cosas y se
dedican a lo que les mande su maestre inmediato o trabajan para el bien
común. No hay entre ellos favoritismos; las deferencias son para el
mejor, no para el más noble por su alcurnia. Se anticipan unos a otros
en las señales de honor. Todos arriman el hombro a las cargas de los
otros y con eso cumplen la ley de Cristo. Ni una palabra insolente, ni
una obra inútil, ni una risa inmoderada, ni la más leve murmuración, ni
el ruido más remiso queda sin reprensión en cuanto es descubierto.
Están desterrados el juego de
ajedrez o el de los dados. Detestan la caza, y tampoco se entretienen
‑como en otras partes‑ con a captura de aves al vuelo. Desechan y
abominan a bufones, magos y juglares, canciones picarescas y
espectáculos de pasatiempo, por considerarlos estúpidos y falsas
locuras. Se tonsuran el cabello, porque saben por el Apóstol que al
hombre le deshonra dejarse el pelo largo. Jamás se rizan la cabeza, se
bañan muy rara vez, no se cuidan del peinado, van cubiertos de polvo,
negros por el sol que les abrasa y la malla que les protege.
8. Cuando es
inminente la guerra, se arman en su interior con la fe y en su exterior
con el acero sin dorado alguno; y armados, no adornados, infunden el
miedo a sus enemigos sin provocar su avaricia. Cuidan mucho de llevar
caballos fuertes y ligeros, pero no les preocupa el color de su pelo ni
sus ricos aparejos. Van pensando en el combate, no en el lujo; anhelan
la victoria, no la gloria; desean más ser temidos que admirados; nunca
van en tropel, alocadamente, como precipitados por su ligereza, sino
cada cual en su puesto, perfectamente organizados para la batalla, todo
bien planeado previamente, con gran cautela y previsión, como se cuenta
de los Padres.
Los verdaderos israelitas
marchaban serenos a la guerra. Y cuando ya habían entrado en la batalla,
posponiendo su habitual mansedumbre, se decían para sí mismos: ¿No aborreceré, Señor, a los que te aborrecen; no me repugnarán los que se te rebelan? Y así
se lanzan sobre el adversario como si fuesen ovejas los enemigos. Son
poquísimos, pero no se acobardan ni por la bárbara crueldad de sus
enemigos ni por su multitud incontable. Es que aprendieron muy bien a no
fiarse de sus fuerzas, porque esperan la victoria del poder del Dios
de los Ejércitos.
Saben que a él le es facilísimo, en expresión de los Macabeos, que
unos pocos envuelvan a muchos, pues a Dios lo mismo le cuesta salvar
con unos pocos que con un gran contingente; la victoria no depende del
número de soldados, pues la fuerza llega del cielo. Muchas veces
pudieron contemplar cómo uno perseguía a mil, y dos pusieron en fuga a
diez mil. Por esto, como milagrosamente, son a la vez más mansos que los
corderos y más feroces que los leones. Tanto que yo no sé cómo habría
que llamarles, si monjes o soldados. Creo que
para hablar con propiedad, sería mejor
decir que son las dos cosas, porque saben compaginar la mansedumbre del
monje con la intrepidez del soldado. Hemos de concluir que
realmente es el Señor quien lo ha hecho y ha sido un milagro patente. Dios
se los escogió para sí y los reunió de todos los confines de la tierra;
son sus siervos entre los valientes de Israel, que fieles y
vigilantes, hacen guardia sobre el lecho del verdadero Salornón. Llevan
al flanco la espada, veteranos de muchos combates.
(Obras Completas de San Bernardo de Claraval,
Edición Bilingüe, Edición preparada por los monjes cistercienses de
España, Tomo I, BAC, nº 444, Madrid 1993-2ª, págs. 494-543).
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