sábado, 28 de julio de 2018

Contra el falso cristianismo hippie. La Santa Ira

A veces recibo reconvenciones de hipócritas que reprochan mis palabras gruesas e injuriosas, mis intemperancias y raptos coléricos; aunque, más frecuentemente, los hipócritas, en lugar de decírmelo a la cara, se dirigen a quien puede hacerme más daño. Es cierto que a veces deslizo expresiones agrias en mis artículos; pero siempre van dirigidas contra iniquidades que claman al cielo, o contra los canallas que las conciben y ejecutan, por lo que mucho más escandaloso sería callar. Pero el hipócrita, bajo sus modales suavones y sus afectaciones pazguatas, es siempre un monstruo de iniquidad que desea que las iniquidades queden impunes. Mucho me repugnan los reproches de los hipócritas; pero mucho más todavía me repugna que, para reconvenirme, me digan melifluamente que es «muy poco cristiano» adoptar actitudes arriscadas, porque lo que Jesús deseaba es que fuésemos mansos y pusiésemos la otra mejilla.

Tal sonsonete se funda, naturalmente, en una imagen totalmente tergiversada de Cristo, que cuando exhortaba a la mansedumbre no nos estaba pidiendo que fuésemos unos eunucos con horchata en las venas, ni unos pánfilos miramelindos, ni unos moderaditos inofensivos, sino personas que acatan dócilmente la voluntad divina. Tampoco cuando emplea la imagen retórica de poner la otra mejilla nos está pidiendo Cristo que nos convirtamos en unos seres pasivos que se dejan vapulear por sus agresores, sino que nos recuerda que Dios está con quien recibe una agresión por su causa; y que debemos hacérselo ver al agresor, para que entienda que el daño de su bofetada es ínfimo, comparado con el beneficio de la caricia divina. Que Jesús fue misericordioso y compasivo ante las debilidades del prójimo es algo que está fuera de toda duda; pero que fuese ese ser almibarado y merengosín que pretenden ciertos hipócritas, una especie de paladín del pacifismo más bobalicón y soplagaitas, es falso de toda falsedad. Jesucristo fue el Cordero de Dios, pero también el León de Judá; y de sus rugidos y zarpazos están llenos los Evangelios, que basta leer para que este falso Jesucristo de pitiminí que los hipócritas han construido se derrumbe ante nuestros ojos. Cuando leemos los Evangelios descubrimos, por ejemplo, que Jesús empleaba palabras consoladoras para sanar a los afligidos; pero descubrimos que también empleaba silencios enigmáticos, respuestas irónicas, parábolas terribles, discursos airados y hasta arrebatos coléricos. Jesús, en fin, nada tiene que ver con un predicador capón y melifluo que sonríe condescendiente ante las travesuras de los hombres, a los que mira con plácida benignidad; por el contrario, se revuelve viril y enojado contra los hombres cuando los sorprende en falta, los maldice e increpa con palabras acres, los reprende sin paños calientes y, llegado el caso, se lía a zurriagazos con ellos.

Esta santa ira nos sobrecoge a veces por su ferocidad; pero nos sobrecoge todavía más porque estalla cuando menos lo esperamos. Así, por ejemplo, en el Cenáculo, cuando Pedro se pone suavón y pazguato y lo invita a rehuir la Pasión, Jesús le lanza un anatema brutal (sobre todo teniendo en cuenta que antes lo ha elegido su vicario en la Tierra): «Apártate de mí, Satanás». No tiene empacho Jesús en llorar amorosamente sobre la ciudad que está a punto de inmolarlo; pero tampoco tiene empacho en profetizar que Cafarnaum y Betsaida padecerán mayor condena que Sodoma. A la higuera estéril la maldice, aunque como el mismo evangelista reconoce «no era tiempo de higos». A los mercaderes que se habían instalado en el atrio del templo los expulsa sin miramientos, armado de un látigo. Y a los fariseos les lanza una portentosa filípica, sin recatarse de acribillarlos con las palabras más gruesas e injuriosas: «Raza de víboras, sepulcros blanqueados», etcétera.

Y, en fin, no encontramos en toda la predicación de Cristo ninguno de los tópicos habituales a favor de la paz que tanto gustan de atribuirle los hipócritas. No hallamos en sus palabras ninguna execración de la guerra; y hasta llegó a cultivar cierta amistad con algunos soldados romanos. La paz que repartía a manos llenas entre sus seguidores nada tiene que ver con la paz del mundo, sino con la paz del alma, que se llena de la fragancia de los nardos cuando Dios anida dentro de ella. Y, en fin, Jesús nos advierte sin ambages que no ha venido a traer la paz, sino la espada, y a revolver al hijo contra el padre y a la nuera contra la suegra. Nada más natural, pues, para afrontar tales batallas, que armarse de santa ira. El León de Judá nunca dejó de mostrarse airado ante quienes lo merecían; y reservó sus iras mayores para los bellacos hipócritas.



Juan Manuel de Prada

miércoles, 18 de julio de 2018

Obispos guerreros: Antony Bek, el poderoso obispo guerrero inglés



Recreación de Antony Bek durante la batalla de Falkirk,
librada el 22 de julio de 1298. En esta batalla es donde
fue definitivamente derrotado el caudillo escocés
William Wallace

Un preclaro ejemplo de este tipo de religioso nobiliario es, sin lugar a dudas, Antony Bek, que por su condición de obispo de la riquísima diócesis de Durham se convirtió en un verdadero príncipe en todos los sentidos del término. Quizás el que mejor supo definir el estatus del obispo fue su canciller, que dejó dicho que "hay dos reyes en Inglaterra, a saber: el señor rey de Inglaterra, que porta una corona en su cabeza como símbolo de su rango, y el señor obispo de Durham, que usa una mitra en lugar de una corona como muestra de su soberanía sobre la diócesis de Durham". De hecho, Durham era la capital del condado homónimo cuyos titulares tenían una serie de privilegios como ningún otro noble del reino, teniendo potestad para mantener un parlamento propio, reclutar tropas, regirse por sus leyes las cuales eran aplicadas por los jueces y alguaciles nombrados por los obispos, autoridad para conceder ferias y mercados a las poblaciones del condado, derecho para recaudar sus propios impuestos y tributos derivados por las tasas aduaneras, portazgos y pontazgos y hasta para acuñar moneda. En todo caso, lo que quizás defina mejor el elevado rango de los obispos de Durham era su título: príncipes-obispos, lo que nos dará una clara idea del estatus que disfrutaban los titulares de la poderosa diócesis que, además, tenían el título de condes palatinos. Otro ejemplo del verdadero poder de la sede de Durham lo tenemos en un suceso acaecido durante el mandato del predecesor de Bek, Robert de Insula, cuando el arzobispo metropolitano de York pretendió llevar a cabo una inspección en el cabildo catedralicio por ser Durham una sede sufragánea de la de York, o sea, que estaba bajo la autoridad de la misma. Los miembros del cabildo simplemente le negaron la entrada al templo alegando una hipotética falta de jurisdicción del arzobispo para inmiscuirse en sus asuntos, así que cuando este se presentó en la catedral se la encontró cerrada a cal y canto, lo que dio lugar a un interminable proceso que duró décadas y que, técnicamente hablando, jamás pudo darse por finiquitado.

sábado, 14 de julio de 2018

Oración del hombre nuevo

Concédeme, Señor,
SERENIDAD para aceptar las cosas que no puedo cambiar;
VALOR para cambiar lo que puedo;
SABIDURÍA para conocer la diferencia.

Revestiros del hombre nuevo” (Ef 4, 20-24)

jueves, 12 de julio de 2018

El engaño de la serpiente y la falsa libertad

En la raíz de todo pecado se halla la duda sobre Dios, la sospecha de que quizá no quiera o pueda hacernos felices: «¿Es tan bueno como dice ser? ¿No nos estará engañando?» «¿Con que Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín?» (Gn 3,2), dice la serpiente (Lucifer) a Eva. Y cuando ella contesta que no es así, que solo del árbol que está en medio del jardín tienen prohibido comer para no morir, la serpiente siembra el veneno de la desconfianza en su corazón: «No, no moriréis; es que Dios sabe que el día en que comáis de él, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios en el conocimiento del bien y el mal» (Gn 3,4-5). En realidad, tras esta falsa promesa de libertad infinita, de autonomía absoluta de la voluntad (imposibles para una criatura), se esconde una gran mentira. Porque al intentar arreglárnoslas por nuestra cuenta, sin apoyarnos en Dios, aparece el cortejo del mal que nos esclaviza y encadena, porque nos impide ser felices con Dios. El pecado puede aparecer porque somos libres, vive de esa libertad, pero acaba matándola. Promete mucho y no da más que dolor. Es un engaño que nos convierte en «esclavos del pecado» (Rom 6,17). Por eso: «el mal no es una criatura, sino algo parecido a una planta parásita. Vive de lo que arrebata a otros y al final se mata a sí mismo igual que lo hace la planta parásita cuando se apodera de su hospedante y lo mata».

 Y si la fruta prohibida del Jardín del Edén no hubiese sido una manzana? 
 

En este engaño se sustenta la masonería y su gnosis, este es el pilar de su doctrina, así como el de las ideologías modernas que de ella derivan como el marxismo y la ideología de género. Ellos caen en la trampa de la serpiente, dejándose engañar por el padre de la mentira, cegados por la soberbia, la envidia y por un amor desmesurado hacia sí mismos, convirtiéndose así en servidores del maligno.



martes, 3 de julio de 2018

Chesterton contra Nietzsche

La timidez del pensamiento de Nietzsche

[Algunos] hablan como si el paso del tiempo supusiera cierta superioridad; de modo que incluso un hombre de fino intelecto afirma despreocupadamente que la moralidad humana no está nunca al día. ¿Cómo va a estar algo al día? Una fecha no imprime carácter. ¿Cómo vamos a decir que la celebración de la Navidad no es propia del día veinticinco de un mes determinado? A lo que se refería, claro está, el escritor es a que la mayoría va por detrás -o por delante- de su minoría preferida. Otros imprecisos pensadores modernos se refugian en metáforas materiales; de hecho, ésa es la marca de fábrica de los modernos imprecisos. Como no se atreven a definir su doctrina de lo que es bueno, recurren sin el menor reparo a figuras retóricas y, lo que es peor, lo hacen convencidos de que esas analogías baratas son exquisitamente espirituales y superiores a la antigua moralidad. Así, consideran muy intelectual decir que las cosas son “elevadas”, cuando en realidad es todo lo contrario: tan sólo una frase dicha desde un campanario o una veleta. “Tommy es un buen chico” es una proposición filosófica, propia de Platón o Aquino. “Tommy llevaba una vida elevada” es una burda metáfora extraída de la regla de los tres metros (Nota nº 2: Según la cual hay que saludar a cualquier persona que esté a menos de tres metros de nosotros).



En eso, dicho sea de paso, radica toda la debilidad de Nietzsche, a quien algunos tienen por un pensador fuerte y arriesgado. Es innegable que fue un pensador poético y sugerente, pero no era ni fuerte ni arriesgado. Nunca tuvo el valor de decir lo que pensaba con claras palabras abstractas, como hicieron Aristóteles, Calvino o incluso Karl Marx, que eran pensadores valientes e implacables. Nietzsche siempre escapaba a las preguntas con una metáfora del mundo físico, como haría un poeta menor. Dijo: “más allá del bien y del mal”, porque no tuvo el valor de decir: “mejor que el bien y que el mal” o “peor que el bien y que el mal”. Si se hubiese dejado de metáforas, habría visto que eso era un disparate. Así, cuando describe a su héroe, no se atreve a decir: “el hombre más puro”, “el hombre más feliz” o “el hombre más triste”, pues eso serían ideas y las ideas le asustan. Dice: “el hombre superior”, o “el superhombre”, que son metáforas físicas propias de acróbatas o de alpinistas. Nietzsche es un pensador muy tímido. En realidad, no tiene ni idea de qué hombre quiere que produzca la evolución. Y si él no lo sabe, desde luego los evolucionistas normales que dicen que las cosas son “elevadas”, tampoco.



Chesterton, Gilbert Keith. Ortodoxia