En la raíz de todo pecado se halla la duda sobre Dios, la sospecha de que
quizá no quiera o pueda hacernos felices: «¿Es tan bueno como dice ser? ¿No nos
estará engañando?» «¿Con que Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del
jardín?» (Gn 3,2), dice la serpiente (Lucifer) a Eva. Y cuando ella contesta que
no es así, que solo del árbol que está en medio del jardín tienen prohibido
comer para no morir, la serpiente siembra el veneno de la desconfianza en su
corazón: «No, no moriréis; es que Dios sabe que el día en que comáis de él, se
os abrirán los ojos, y seréis como Dios en el conocimiento del bien y el mal» (Gn
3,4-5). En realidad, tras esta falsa promesa de libertad infinita, de autonomía
absoluta de la voluntad (imposibles para una criatura), se esconde una gran
mentira. Porque al intentar arreglárnoslas por nuestra cuenta, sin apoyarnos en
Dios, aparece el cortejo del mal que nos esclaviza y encadena, porque nos
impide ser felices con Dios.
El pecado puede aparecer porque somos libres, vive de esa libertad, pero
acaba matándola. Promete mucho y no da más que dolor. Es un engaño que nos
convierte en «esclavos del pecado» (Rom 6,17). Por eso: «el mal no es
una criatura, sino algo parecido a una planta parásita. Vive de lo que arrebata
a otros y al final se mata a sí mismo igual que lo hace la planta parásita
cuando se apodera de su hospedante y lo mata».
En este engaño se sustenta la masonería y su gnosis, este es el pilar de su doctrina, así como el de las ideologías modernas que de ella derivan como el marxismo y la ideología de género. Ellos caen en la trampa de la serpiente, dejándose engañar por el padre de la mentira, cegados por la soberbia, la envidia y por un amor desmesurado hacia sí mismos, convirtiéndose así en servidores del maligno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario