jueves, 25 de enero de 2024
lunes, 22 de enero de 2024
La meditación oriental: La meditación errónea.
"La meditación busca anular nuestra identidad personal, vaciarse de uno mismo, y cuando uno está vacío, cualquier entidad puede llenar ese hueco."
domingo, 14 de enero de 2024
El concepto de Reencarnación: Verdades incómodas
- Por otra parte, el concepto de la reencarnación da como resultado una frivolización de la vida, restándole importancia, ya que si haces algo mal, tienes otra vida para hacerlo mejor, como si fuera un videojuego. Claramente se fomenta la irresponsabilidad, y como hemos visto en el punto anterior, los conceptos de karma y reencarnación conllevan una profunda injusticia, que va contra todo sentido común.
- En las diferentes reencarnaciones, el sexo podría cambiar y así lo aseguran los que creen en la reencarnación, lo cual no tiene lógica, ya que la forma de ser y pensar de una mujer, a nivel profundo, es diferente a la de un hombre. No tiene mucho sentido que un alma sea en una vida mujer y en otra hombre. Mucho menos sentido tiene el paso del alma humana hacia un animal o un insecto. Como vemos este concepto también puede justificar en parte la puesta en práctica de la ideología de género, por eso muchos expertos en cirugía trans, son cirujanos hindús.
- Según muchos partidarios de la reencarnación, debería existir un limbo entre vidas para premiar aunque sea parcialmente a algunas almas (por sentido de justicia), pero aún así, esto no tendría mucho sentido porque luego tienen que volver a vivir una nueva vida igualmente. No olvidemos que con cada nueva vida, esa alma olvida completamente la vida anterior, con todo lo que ello conlleva.
miércoles, 10 de enero de 2024
¿Cómo pudo arraigar en la sociedad romana la fe cristiana?
¿Cómo pudo arraigar en la sociedad romana la fe cristiana, que defendía postulados éticos contrarios a los que regían las relaciones entre los hombres?
Una revolución gigantesca
POR JUAN MANUEL DE PRADA
Una visita a Roma, siguiendo las huellas del cristianismo primitivo, me ha impuesto un motivo de reflexión. ¿Cómo pudo arraigar en la sociedad romana una fe como la cristiana, que se sustentaba sobre una visión monoteísta de la divinidad y defendía postulados éticos totalmente extraños, incluso adversos, a los que por entonces regían las relaciones entre los hombres?
Basta leer la brevísima Carta de San Pablo a Filemón, en la que le propone que manumita a su esclavo Onésimo y lo acoja como si de un «hermano querido» se tratase, para que advirtamos que la conversión a la nueva fe proponía una subversión radical de los valores vigentes.
La esclavitud no era tan sólo una situación plenamente reconocida por la ley; era también el cimiento de la organización económica romana. Podemos entender que un esclavo se sintiese seducido por la prédica de un cristiano que le aseguraba que ningún otro hombre podía ejercer dominio sobre él.
Pero, ¿cómo un patricio que funda su fortuna sobre el derecho de propiedad que posee sobre otros hombres se aviene a amarlos «no sólo humanamente sino como hermanos en el Señor», no porque ninguna obligación legal se lo imponga, sino «por propia voluntad», como San Pablo le aconseja a Filemón que haga con Onésimo? Semejante cambio de mentalidad exige una revolución interior gigantesca.
Pongámonos en el pellejo de un patricio romano de los primeros siglos de nuestra era. Sabemos que por aquella época el culto a las divinidades del Olimpo era cada vez más laxo y protocolario. Sabemos también que los sucesivos emperadores que siguieron a Julio César se nombraron a sí mismos dioses, en un acto de arrogancia megalómana que a cualquier patricio romano con inquietudes espirituales le resultaría repugnante.
Probablemente ese patricio romano al que tratamos de evocar hubiese dejado de creer en los dioses paganos, cuyas andanzas se le antojarían una superchería; pero su mentalidad seguía siendo politeísta. La creencia en un Dios único se le antojaría un desatino propio de razas híspidas y fanáticas, oriundas de geografías desérticas, ajenas a la belleza multiforme del mundo.
Pero entonces nuestro patricio romano repara en la novedad del cristianismo. Dios se ha hecho hombre: no para encumbrarse en un trono y para que los demás hombres se prosternen a su paso, como hacían los degenerados emperadores a quienes le repugnaba adorar, ni para disfrutar de tal o cual gozo mundano, como hacían los habitantes del Olimpo; sino para participar de las limitaciones humanas, para probar sus mismas penalidades, para acompañar a los hombres en su andadura terrenal.
Y, al hacerse hombre, Dios hace que la vida humana, cada vida humana, se torne sagrada; a través de su encarnación, el Dios de los cristianos logra que cada ser humano, cada uno de esos «pequeñuelos» a los que se refiere el Evangelio, sea reflejo vivo, portador de divinidad. De repente, ese patricio romano siente que por fin ha hallado una fe que le permite adorar a un Dios único y seguir venerando la belleza multiforme del mundo de un modo, además, mucho más exigente, puesto que ahora esa belleza es sagrada, está poseída por ese Dios que ha querido compartir su misma naturaleza humana.
Para ese imaginario patricio romano que ahora tratamos de evocar en su proceso de conversión desde la mentalidad politeísta tuvo que desempeñar un papel decisivo el culto a los santos. En ellos debió encontrar una simbiosis perfecta entre aquella «virtus» que cultivaron sus ancestros y la nueva fe que hacía de cada hombre un portador de divinidad.
Y, sobre todos ellos, la figura de María. Los dioses del Olimpo elegían a las mujeres más bellas y distinguidas para disfrutar de un placentero revolcón y enseguida abandonar el lecho, con los primeros clarores del alba; el Dios de los cristianos había elegido a la mujer más humilde, una paria de Galilea, casada con un carpintero zarrapastroso, para quedarse en ella, para hacerse visible ante los hombres, para hacerse uno de ellos, a través de ella.
En la sociedad romana, la mujer ocupaba un lugar vicario del hombre; al haber confiado en una mujer como depositaria de su divinidad, el Dios cristiano había encumbrado la naturaleza femenina hasta cúspides inimaginables.
De repente, nuestro patricio romano supo que Dios estaba en él, que Dios estaba dentro de cada hombre y de cada mujer. Y se dispuso a abrazar esa revolución gigantesca con un ardor hasta entonces desconocido.
lunes, 8 de enero de 2024
Quieren al mundo aislado, atomizado, sin raíces.
«Quieren que todo el mundo esté completamente aislado y no conectado por la lengua, la cultura, los lazos familiares o una tierra natal en la que te sientas como en casa». Un riesgo que dejaría al hombre sólo en una sociedad líquida. «Quieren que todo el mundo esté atomizado, sin raíces ni identidad culturales y religiosas».
Cardenal Muller
